16 de diciembre de 2014

1. La huida.

Llovía. No había dejado de hacerlo en todo el día. Niliam miraba agotado el cielo, pero la espesura del bosque no le permitía ver muy allá. Tocó su herida, sangraba, apretó los dientes dolorido. Un corte en su costado derecho causado por una roca en el río, ralentizaba la huida. En un abrir y cerrar de ojos, la noche cayó sobre él, ahora todo era más denso y la niebla comenzó a poblarlo todo. No sabía cuanto tiempo podría aguantar consciente, tampoco recordaba la última vez que probó bocado. 

El bosque permanecía en completo silencio, era tan frondoso que el agua que caía del cielo apenas tocaba el suelo, haciéndolo sólo a través de los gruesos troncos, filtrándose por ellos como la cera de las velas, hasta depositarse bajo las retorcidas raíces, donde se encontraba Niliam agazapado. Respiró profundamente, no tenía noticias de sus perseguidores desde hacía un buen rato, eso le alivió. Un relámpago iluminó un instante la zona, creando luces blanquecinas y violetas en la noche, tuvo la sensación de que por fin ahora dejaba de llover. Empapado, se levantó y caminó hacia lo que él creía que debía ser el sur. Llevaba horas sin ver senda alguna, quiso evitarlas, ya que allí sería más visible a ojos enemigos. 

Anduvo otro centenar de metros entre la maleza, apartándola cuidadosamente y quitándose de encima los brazos de las plantas que lo abrazaban agobiándolo. La ropa, rota a jirones, pesaba un quintal, y cada zancada le suponía una odisea. Llegó a un pequeño claro, observó nuevamente el cielo, las copas de los árboles formaban allí arriba un anillo y por encima de ellas, las nubes corrían a gran velocidad, dejando ver una noche estrellada, después del diluvio. No había luna, el nocturno firmamento era un mar de luciérnagas destellantes. Sintió un aguijonazo en su costado, tuvo que arrodillarse por el dolor, vomitó y se tumbó un instante boca arriba. Allí, tirado, escuchó relinchar a un caballo, miró hacia la espesura para pronto divisar una tenue luz de antorcha a no muchos metros de él. Niliam maldijo contrariado, nunca podría zafarse de aquellos jinetes, pensó. Gateó sigilosamente hacia la luz. Un torrente de nubes oscuras volvió a tapar el cielo, y el negro volvió a reinar, para su suerte. Se introdujo nuevamente entre la maleza, desde allí vio un pequeño sendero que serpenteaba entre numerosas raíces de árboles. Un jinete se aproximaba lentamente en procesión, rompiendo en añicos la niebla que surgía desde el suelo. Hombre y animal, despedían inmensas volutas de humo alrededor de ellos, creando figuras fantasmagóricas. El caballo volvió a relinchar, no había eco, el bosque lo absorvía absolutamente todo.

El jinete parecía estar solo, así que Niliam pensó en prepararle una emboscada. No disponía de mucho tiempo, lo sabía, pero si subía al árbol en el que estaba, quizás podría saltar sobre él y huir con su caballo. Parecía la única opción posible para poder terminar con aquella horrible pesadilla. No lo dudó más, miró las ramas y comenzó a trepar. No tenía muchas fuerzas, pero la oscuridad jugaba a su favor. Una vez arriba, Niliam comprobó como el caballo se situó justo debajo. Contuvo la respiración antes de saltar sobre aquel hombre, empleando toda la vehemencia que le quedaba. Dejó caer todo el peso de su cuerpo contra el de su adversario, que descabalgó, sorprendido. El animal encabritó y comenzó a galopar por el camino. Niliam intentó agarrar las riendas, pero no fue lo suficientemente ágil. El jinete, se levantó algo aturdido por la caída y cogió rápidamente la antorcha. Niliam volvió a saltar sobre él, empujándolo hacia el suelo. La antorcha salió disparada, perdiéndose entre las plantas.
—¡A mi!—gritó el jinete. 
Antes de poder desenvainar su espada, recibió otro fuerte golpe, esta vez en la mandíbula que lo arrojó por tercera vez al suelo. Gritó nuevamente. Niliam lo trincó bruscamente por el cuello con ambas manos. Forcejearon un instante, cuando dos nuevos jinetes aparecieron entre las sombras.
—«Jamás podré vencer a tres»—pensó contrariado Niliam, que se incorporó, justo antes de propinarle un último puñetazo a su adversario cerca de la nariz, que pareció dejarlo inconsciente. Salió corriendo hacia la maleza, abandonando nuevamente el camino. De reojo, pudo atisbar como los dos jinetes lo seguían a gran velocidad. Despavorido, sentía que las pocas fuerzas que le restaban, desaparecían. Buscaba oxígeno en sus pulmones, pero llegaba en poca cantidad, lo que hacía aumentar su fatiga. Sus perseguidores, que ya también iban a pie, le comían terreno cuando llegó hasta un terraplén. Haciéndose un ovillo, dejó su cuerpo caer y rodó hasta orillas de un riachuelo. Se incorporó, se giró, pronto vio como una de las figuras se acercaba apresuradamente hacia él, espada en mano. Detrás, no muy lejos, la otra. Cruzó el arroyuelo, tropezó, estuvo a punto de besar el suelo. Por un momento pensó en volverse y afrontar la situación, luchar, pero se veía incapaz, exhausto. Sin dirección alguna, y repleto de arañazos, escuchó algo frente a él. Antes de poder girarse, recibió un golpe seco entre el cuello y el hombro que lo hizo caer hacia atrás. Los dos jinetes se echarían encima suya, sin oposición, era el fin, cuando vio como una figura, la que instantes antes lo había tirado, se interpuso entre él y sus enemigos. Portaba una espada en la mano izquierda. Los perseguidores llegaron frente a él, jadeando.
—Suelta el arma y recibirás una grata recompensa—animó uno de los dos al extraño, que no se inmutó. Permanecía allí, desafiante.
—¿No has escuchado?—le instaron.
—Si—respondió escueto. Ocultaba el rostro bajo una túnica gris. Su postura era altiva. 
Los jinetes se miraron, uno de ellos esbozó una sonrisa, el otro asintió complacido. La voz que habían escuchado era la de una mujer. Se acercaron entonces poco a poco a ella.
—Vamos, suelta el arma y te dejaremos en paz, ¿has oído?— la mujer levantó un poco más el filo de su arma, desestimando la invitación. Niliam seguía tirado en el suelo, bajo la protección de aquella extraña. Intentó sentarse, todo le daba vueltas, sentía como perdía el conocimiento. Antes, pudo ver como uno de sus perseguidores se abalanzaba hacia la mujer, que lo esquivó fácil y ágilmente. Ésta, agachando hábilmente su cuerpo y blandiendo la espada con suma soltura, se la untó en el abdomen, provocándole un corte horizontal de lado a lado. A continuación, saltó a por el otro, golpeando antes con la empuñadura al primero en la nuca, que cayó en redondo, muerto. Tras un movimiento rápido como un remolino, levantó la pierna y le propinó una patada a su segundo oponente en las partes nobles, haciéndole arrodillarse ipso facto. Éste quiso incorporarse, pero era demasiado tarde, la espada de su verdugo ya había penetrado en el estómago. Una mueca hizo torcer su gesto de dolor, obvio, sus días habían llegado al fin. La mujer cerró los ojos, susurró algo imperceptible y sacó poco a poco la hoja repleta de la sangre de sus víctimas.

Niliam contuvo la respiración, intentaba no desmayarse. La miró confuso, mientras ella se acercaba.
—¿Quién eres, y porqué te persiguen los hombres de Tuck?—preguntó.
Fue lo último que escuchó. Allí, tirado, Niliam Rudword perdió el conocimiento.




Diego Pino.