20 de marzo de 2015

Segundas Partes.

“El ser humano es el el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra”. No se sabe a quien pertenece esta frase, pero seguramente te hayas sentido identificado/a alguna vez con ella. Apuesto a que es así. Pero créeme, no encuentro un camino más excitante que aquel que lleno de obstáculos, superas. 

Ya hace un año, el 14 de marzo de 2014, viajé hasta la mediterránea ciudad de Barcelona para disfrutar de su maratón, del día 15. Es increíble como pasa el tiempo. Nos subimos 'voluntariamente' a un tobogán que nos lleva a la velocidad de la luz por nuestras vidas, algo que difícilmente podemos controlar. No existe un freno, y si lo hay, parece que no sabemos utilizarlo, o no queremos. El día a día te exige que así sea. Envidio al que es capaz de dar un paso al lado y no subirse, y observar desde ahí abajo, desde el suelo. En cierto modo, la vida que nos fabricamos es como un parque de atracciones, entretenida, pero abrumadora. Aquel fin de semana en Barcelona no fue todo lo agradable que esperaba en un principio, entre otras cosas, porque no se debe subestimar una carrera de algo más de 42 kilómetros. Yo lo hice, y fracasé. Me explico. 

Preparar un maratón no es sencillo. Claro que correr si, pero hay que dedicarle el tiempo y la constancia de buena parte de un año. Físicamente es muy exigente, mentalmente, el doble. Yo no preparé aquella carrera como debiera, quizá no estaba confiado en terminarla, y no lo hice. Laboralmente sufrí un revés serio, no es escusa, o si, pero prefiero no pensarlo así. Un pinchazo en el bíceps femoral de una de mis piernas a 7 kilómetros de la gloria, me mandó de vuelta a casa con una extraña sensación de impotencia, pero repleta de comprensión. Tuve mi merecido, sin más. Fue sentado en un bordillo de la cuidad condal, junto a un mosso d'esquadra, cuando decidí afrontar y terminar la carrera para el siguiente año. ¿Tropezaría nuevamente con la misma piedra? No soy una persona muy constante, lo confieso, es uno de mis numerosos defectos, pero recuerdo cerrar los ojos a miles de metros de altura en el avión de vuelta a casa  y pensar fríamente que le había perdido el respeto al maratón, pero también recuerdo como al abrirlos me prometí no volver a hacerlo. Y en ello estoy, con humildad. Me preparé a conciencia la carrera, como debía ser.

Durante este año, y después de un descanso para centrarme en mis prioridades, he entrenado duro y corrido como nunca antes, he subido ritmos y bajado tiempos. He conocido mi corazón. He aprendido técnicas de carrera y respiración. He trabajado psicológicamente los aspectos no físicos de la prueba. He leído y me he iniciado en el ashtanga yoga. He cultivado la consistencia y me he desvinculado de la pereza que supone salir a correr habitualmente, trasladándola a un estado de necesidad. Todo este cóctel fue esencial para llegar al punto de salida con las ideas bien claras. ¿Es necesario todo eso para afrontar un maratón? No, pero si ayuda. Todo suma, pero lo importante es que he conseguido disfrutar corriendo. No podía volver a fallar. No me lo podía permitir.

Correr es fácil. Calzarte tus zapatillas y salir a una calle desierta o repleta de gente por la mañana o por la noche, supone un esfuerzo minúsculo. Lo mayúsculo es hacerlo al otro día, y al otro, y así cuatro o cinco días a la semana, y así, unos veinte días al mes durante varios meses. Cuando miras atrás, o consultas tu programa de entrenamientos, te das cuenta de que ya habitas en otro mundo, que perteneces a un universo paralelo, del que difícilmente podrás escapar. Yo corro para ser feliz, porque deseo serlo. Corro para escapar de la monotonía, esa misma que a veces me asfixia. Corro para evitar caer en la tentación de no correr. Corro para olvidar ese tobogán del que te hablaba. Me preparo carreras, medias, o maratones completas, para sentirme bien conmigo mismo, no quiero demostrarle nada a nadie, no lo necesito, ni siquiera a mi reloj. Correr es una válvula de escape, una necesidad, una forma de vida. Yo corro para ser libre.


En Barcelona tenía una espina clavada que tenía que quitarme. La Marató es una carrera apasionante. La ciudad se vuelca con el evento para que así sea. No hay un hueco por el recorrido en el que no sientas el aliento y apoyo de un público entregado. Numerosas bandas amenizan el paso de los corredores. Los voluntarios se salen, literalmente, es impresionante su labor. Todo te resulta espectacular. El ambiente y la climatología ayudaron en esta edición de 2015. Cuando estás dentro de esa serpiente multicolor de casi 20.000 personas, sientes algo especial, indescriptible. Te encuentras con todo tipo de personas, hombres, mujeres, de todas las etnias y edades, lo que te hace creer en tus posibilidades. Cada uno o una, lo disfruta a su manera. Cada cual lo sufre también a su manera, pero es cuando atraviesas la meta, cuando realmente sientes una emoción sin igual. Le pasa tanto al que la terminó en 2 horas y pocos minutos, como a la que lo hizo por encima de las 5 horas, llena de calambres y con sus ojos poblados de lágrimas. Eres Finisher, y para ti está claro que todo sacrificio merece la pena. La felicidad te inunda, es una sensación única, mezcla de orgullo y satisfacción. No me avergüenza decir que quieres llorar, deseas hacerlo, porque el esfuerzo es tan grande, que cuando cruzas ese mítico metro, el 42.195, eres consciente que has conseguido algo muy grande, algo que ya nunca podrás olvidar. Se suele decir que segundas partes nunca fueron buenas, pero en este caso para mi, es todo lo contrario. Fuera espinita.

Gracias a Braulio y Coki por estar ahí, vuestro apoyo ha sido fundamental.






Un saludo desde el fondo del mar.
Diego Pino.








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