28 de septiembre de 2016

La Queja.

La queja no es un pueblo que pertenece a la provincia de Teruel, no. Tampoco es un plato típico andaluz, ni extremeño. La queja no es el traje que llevan puesto los aborígenes de ningún país africano o austaliano. No es, ni mucho menos, una llave de algún arte marcial. La queja no es un dialecto, ni un color, ni un modelo de coche de baja o alta gama. La queja no es femenino de quejío.

La queja es ese lugar permanente donde estamos instalados, ricos y pobres, hombres y mujeres. Es un vicio, como otro cualquiera. Es el motor que parece hacer funcionar nuestras vidas. La queja es expresión de dolor, pena o sentimiento, según la RAE, pero también es resentimiento, desazón. Está presente en el día a día y en todos los sitios a los que tenemos acceso, no requiere clave, es libre, como el wifi en muchos lugares. La queja se oye, se palpa, se percibe en cualquier ambiente, laboral, deportivo, religioso...

Yo me quejo, tú te quejas y él o ella se queja. Nosotros nos quejamos, vosotros os quejáis y ellos o ellas se quejan. La queja se utiliza como arma arrojadiza, pero también de cuerpo a cuerpo, es un sistema de ataque individual o colectivo. La queja es ese estado de ánimo en el que nos desenvolvemos como pez en el agua, la utilizamos para hacernos fuertes en nuestro día a día. La queja no arruina al que la utiliza, sino al que la recibe. La queja es la puerta a la insolencia, esa que cada vez más nos representa.








Un saludo desde el fondo del mar.
Diego Pino.